lunes, 15 de agosto de 2016

El dolor profundo, ese que cala los huesos, que astilla la garganta 
y hace que me olvide dónde estaba la puerta. 
La felicidad inmensa, esa que me rebalsa los ojos y me hace estallar el pecho. 
Ambos, dolor y felicidad, me hacen sentir bien viva. 
No rechazo uno ni temo perder la otra porque el verdadero vacío 
es no saber si estoy está acá o si no estoy, es no sentir ni experimentar, 
es ese sentimiento inexplicable pero real de necesitar un sacudón o un ardor 
lo suficientemente fuerte como para recordarme que estoy en este mundo.
Ya no sufro por adelantado con esa tristeza que viene 
cuando uno recuerda que la alegría tiene fecha de vencimiento; 
que nada, nadie, nunca pudo experimentar la felicidad como un estado permanente. 
Ya no me preocupo por cuánto va a durar ni le pido a la vida un manual 
que detalle los pasos de ese tan incontrolable y temido final.
Todo pasa, decimos hasta el cansancio. Pero todo es tristeza y es también alegría.
 Y es que no sé cuánto valor tendrían esos momentos de dicha 
si no supiéramos que son tan fugaces. 
Bienvenido, dolor, si venís a hacerme reaccionar 
en medio de mi pasividad y de mi indiferencia cotidiana, 
si venís a hacerme valorar cada una de mis células. 
Bienvenida, felicidad, que ya no siento culpa cuando llegás, 
que ya aprendí a exprimirte y experimentarte como si no existiera un mañana.


@BleuMinette

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